Siempre debiéramos recordar que la soluciones de todos nuestros problemas y dificultades se encuentran dentro de nosotros mismos. Vivimos nuestras vidas de manera tan automática y tan fuera de nuestra naturaleza esencial, que ni siquiera podemos recordar o reconocer verdaderamente quienes somos, porque estamos aquí o ha que hemos venido.

 

Y, desde luego, no hemos venido solo a comer, beber, satisfacer apetencias físicas o sensoriales, acumular posesiones y bienes materiales, trabajar sin un sentido real de satisfacción o ha lograr posicionamiento social. Reeducarnos espiritualmente es tarea de cada cual. Eso, nadie lo puede hacer por nosotros.

 

Por otro lado, el progreso tecnológico, el avance científico o el desarrollo espiritual cuando carecen de consciencia, amor, humanismo, hermandad y compasión, son gran parte del problema de la humanidad. El mundo actual es una prueba fehaciente de ello. La desconexión interna, así como la proliferación de los malos hábitos y las tendencias negativas nunca serán erradicadas hasta que no reconozcamos nuestra real naturaleza original, vale decir, nuestro parentesco divino.

 

Considerar al resto como inferiores es una muestra de ignorancia total. La separatividad y el individualismo se encuentran en las antípodas de la unidad. Claramente, Dios no tiene hijos preferidos o mejores. Solo tiene hijos con diversos estados de consciencia. Lo contrario sería tan ridículo como creer que el sol irradia mayor luz y calor sobre unos que sobre otros.

 

Debemos esforzarnos por descorrer el velo que nos separa de nuestra verdadera naturaleza original. La silenciosa y mística voz de nuestra consciencia, es la voz de Dios que mora en nuestro interior. Aprendamos a ser amables, generosos, humildes, correctos, sinceros y honestos; y todo comenzará a mejorar de manera clara, notoria y trascendente.